Mi Cuento Fantástico 2022

Andanzas en el pueblo

Érase una vez un pequeño pueblo ubicado a pocos kilómetros de la ciudad, adornado con calles encastadas en rústicas piedras y hermosas casas de adobe separadas entre sí por largas cercas de madera blanca, a la orilla de extensas zonas verdes con pequeños riachuelos de aguas claras que refrescaban el lugar.

Don Jaime era uno de los campesinos oriundos de aquel modesto sitio. La humildad siempre le había acompañado en el curso de su vida desde muy temprana edad. Con los primeros rayos de sol, se ponía sus botas, el chonete y su machete para emprender un nuevo día de labor en el campo. Por su parte, doña Olga, su esposa, le alistaba la alforja con su almuerzo envuelto en hoja de plátano y su agua fresca endulzada con tapa de dulce del retirado trapiche. Cada día, con alforja en mano, bastaba un silbido para que llegara Pirulo, su perro guardián y fiel compañero. Listos y preparados emprendían camino hasta aquella huerta donde el día se les hacía corto, pues don Jaime disfrutaba sembrando plantas de lechuga, remolacha y todo cuanto la fértil tierra permitiera brotar.

Mientras don Jaime cuidaba la tierra, Pirulo esperaba debajo de la alforja, que se encontraba colgada de una frágil rama, para que su amo llegara a almorzar, pues mientras compartían sentados uno junto al otro, la fiel mascota sabía que le daría al menos un trozo de tortilla. Tras caer la tarde, ambos satisfechos del arduo trabajo regresaban a casa para descansar y renovar energías para un nuevo amanecer.

Un día al llegar a casa luego de trabajar en el campo, su esposa le tenía una gran noticia: Felipe, su nieto, los visitaría en las vacaciones de la universidad. Tenían bastante tiempo sin mirarlo, por lo que les causaba gran ilusión la noticia de su llegada. Ante la visita, los abuelos se organizaron para salir al pueblo con la cosecha que, como todas las semanas, ofrecían a sus vecinos, pues comprendían que los próximos días se mantendrían muy ocupados. Fue así, como al día siguiente, muy temprano, doña Olga salió al pueblo ofreciendo las cosechas. La última en visitar fue doña Rosa, su vecina más cercana. Ella siempre compraba las sabrosas lechugas que cosechaba con esmero don Jaime. En cuanto llegó, se sorprendió que le comprara una parte de lo que usualmente le pedía. Ante la cara de asombro de doña Olga, su vecina le explicó que ya no tenían en la casa el conejo que solía comer tanta lechuga.

Por otro lado, don Jaime salió muy temprano junto a Pirulo hacia la hortaliza, cargando un saco de abono orgánico para que sus plantas crecieran sanas y fuertes. Antes de llegar a la huerta, Pirulo empezó a olfatear y con su larga cola erizada corrió velozmente hasta el sembradío. Unos cuantos pasos detrás iba don Jaime, quien se había quedado descansando a la sombra del fornido roble. Mientras permaneció ahí sintiendo la fresca brisa acariciar su cara y mirando fijamente el suelo, observó algunas huellas extrañas y ajenas al lugar. Él, sorprendido ante lo visto, y ante la actitud extraña de su fiel amigo decidió darle una miradita a las hortalizas y caminó siguiendo aquellas diminutas huellas hasta llegar a las lechugas que ya estaban de corta. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí?, exclamó en voz alta aquel agricultor decepcionado de mirar todas sus lechugas mordisqueadas.

Don Jaime estaba tan molesto que de un solo chonetazo calló a Pirulo. Tan pronto como pudo se dio a la tarea de recolectar la carga en buen estado para entregarla a sus vecinos que ya le habían encargado a doña Olga. Ese mismo día por la tarde los dos recorrieron el pueblo entregando los pedidos de la escasa, pero jugosa cosecha.

Entre cuidar y abonar los campos por extensas jornadas, la esperada visita llegó. Los abuelos madrugaron muy temprano como de costumbre para preparar un desayuno especial y sorprender al muchacho. No tardó mucho tiempo en llegar el autobús en que viajaba el nieto que con tanta ilusión esperaban. La alegría cautivó el momento del encuentro y juntos en la humilde casa disfrutaron los alimentos que habían preparado los abuelos con tanto amor. Tenían tanto que contarse, que el tiempo se les pasó veloz. No era para menos, la ilusión por compartir ese momento que tanto habían esperado era mucha. Intentaron aprovechar el tiempo desde muy temprano, ya que tenían varias tareas por hacer y no sabían ni por cuál empezar. Pero claro, el recorrido por la finca fue lo primero que pensaron y tomaron rumbo al huerto don Jaime con su nieto y su amigo fiel, que no dejaba de correr de un lado hacia otro.

Camino abajo conversaban entre ellos. De pronto, sin darse cuenta, Pirulo corrió por el trillo y parecía que estaba olfateado algún animalito. El abuelo apresuró sus pasos para alcanzarlo y así encontrar el culpable de morder sus jugosas lechugas. Felipe corrió tan rápido como pudo y se detuvo junto a Pirulo, que se hallaba frente a una cepa de plátano con sus orejas de punta y sus ojos como un par de bolinchas. Agachándose sigilosamente, el joven tomó el animal por sus largas orejas y lo entregó a su abuelo.

- ¡Qué lindo conejo! - exclamó Felipe con mirada de asombro.
- Claro, es muy bello, pero así es de travieso también. Vamos, llevémoslo a doña Rosa, la dueña, seguro se le escapó y no se ha dado cuenta - agregó el abuelo.
Satisfechos con la captura del peludo animal se dirigieron a casa de la dueña para entregarlo, pero se llevaron tamaña sorpresa al escuchar lo mencionado por la vecina.
- Don Jaime, disculpe, pero si gusta se lo lleva con ustedes a su casa, porque aquí ya no queremos tenerlo más - externó doña Rosa.

Al escuchar semejante cosa se miraron entre ellos bastante sorprendidos. No les quedó nada más que llevarlo a casa. No iban muy convencidos con la respuesta de la señora, sin embargo, ambos sabían que no lo abandonarían a su suerte en aquel pueblo. Pensaron además en cómo le darían la noticia a la abuela, pues esperaban no tener que deshacerse de aquella peluda y suave criatura. En cuanto llegaron a la casa explicaron lo sucedido a la abuela y ella comprendió rápidamente, pues recordó que días pasados la vecina le había mencionado que ya no tenían el conejo. Ellos sabían que no era correcto dejar al animal suelto, pues corría el riesgo de ser maltratado por otro animal y de permanecer así, seguiría haciendo daños en las cosechas de la vecindad. A partir de ese día, conservaron en un encierro el travieso animal y este se convertiría en la mascota de la familia.

Los días fueron pasando en aquel pequeño pueblo y el período de vacaciones se acortaba para Felipe, quien lo estaba pasando de lo mejor junto a sus abuelos, Pirulo y el conejo. Justo el día previo a su partida compartió la más sabrosa sopa preparada en aquel humilde hogar. Mientras permanecía ahí sentado, disfrutando aquel momento, en su callado corazón conservaba la preocupación por abandonar a aquellos viejos que se habían ganado todo su amor.

Días después, Felipe viajó a la ciudad para continuar con sus estudios, los que se había propuesto terminar con el fin de regresar con sus abuelos. Luego de varios años, concluyó su carrera de veterinaria y emprendió su regreso al humilde pueblo, para vivir con los ancianos. Estos estaban muy agradecidos con su nieto y la decisión de querer acompañarlos en esta delicada etapa de su vejez, pues era cuando más necesitaban del cariño y cuido de sus familiares.

Con su retorno en aquel pueblo de calles encastadas en rústicas piedras, logró implementar su proyecto veterinario, del cual se beneficiaban los habitantes del lugar y todos se organizaron para realizar una campaña que tenía como nombre “Adoptemos animales y ofrezcámosles un hogar”, que tenía como objetivo garantizar que ningún animalito permaneciera en condición de abandono. Por su parte, los abuelos gozaron con la compañía de su nieto Felipe por muchos años, pues él cuidó de ellos con amor y de las mascotas de la comunidad.


Autor(a) José Ángel Alvarado Anchía
Escuela Juan XXIII
Docente Laura Campos Rodríguez
Director(a) Allen Marchena Contreras
Dirección Regional San José Oeste
Bibliotecólogo(a) Noylin Brenes Arce