Mi Cuento Fantástico 2023

¡No hay nada como tiquicia!

Esta es la historia de Héctor, un campesino de un pueblito en Costa Rica. Él y su esposa Marta se dedicaban a cuidar sus animales, su cafetal y sus árboles frutales. Amaban tanto su tierra y, como todos sabemos, vivir en el campo es hermoso, pero esta historia es muy particular. Héctor amaba tanto lo que tenía que aprendió a comunicarse con lo que le pertenecía, por ejemplo: los animales le hablaban, las matitas de café bailaban al ritmo de sus silbidos, los árboles le hacían música con sus ramas y troncos, parecía que tocaban tambor. La vida en ese lugar era pura felicidad. Doña Marta, la esposa de Héctor, era muy hacendosa con su casita.

– Don, vaya tráigame el diario que se me está terminando –le dijo un día a su esposo, pero Héctor había gastado casi todo en el abono del café.
– Mujer –le dijo–, voy a ver a si me alcanza, no ve que toitico está muy caro ahora y con la abonada se me jueron los billetes, pero ahí me queda un menudito.

Y se fue leyendo la lista de cosas que ocupaba Marta. Al final de la hoja decía: “...y no gaste plata en cochinadas”, pero, cuando Héctor llegó a pagar, le ofrecieron una raspadita y aún con cierto temor de gastar más de la cuenta, la compró. Llegó a la casa y colocó todo en la mesa, cuando de pronto escuchó:
– ¡Don, venga acá! –Héctor hasta que se hizo chiquitico porque pensó que su esposa estaba enojada, pero sus palabras le sorprenderían.
– ¿Cómo supo que hace días quería una raspadita?
– ¡Aaah pa´ que vea! –dijo, haciéndose el importante, mientras se bajaba el dolor de panza del susto.

Juntos rasparon y... salió premiado, el premio era de dos boletos para ir a los Estados Unidos –¡Tatica Dios! Se imagina nojotros en la yunai –dijo doña Marta– ¡Qué cosa más relinda!

Inmediatamente, hicieron sus maletas, muy emocionados. No pudieron dormir del susto, hasta después del té de manzanilla, las veinte gotas de siete espíritus y todo lo que pudieron encontrar en el chunchero que tenían guardado pa´ los nervios. Llegó el día tan esperado...Se despidieron del pueblito entero, y claro, de los animalitos y matitas, quienes lloraron su partida. Pero, qué sorpresa, cuando llegaron al aeropuerto, semejante susto se llevaron, después de dar como tres vueltas y llegar al mismo lugar. Fue hasta que un guarda de seguridad les ayudó, que pudieron llegar al avión. –¿Qué es eso? ¡Parece un pájaro gigante! – dijo Héctor en voz alta y asombrado. –Mujer hay que llevar bien cerrada la ventana pa´ que no entre ningún chiflón.

Durante el vuelo, Héctor iba viendo que los “puñitos de algodón” le sonreían y lo saludaban. Él les guiñaba un ojo, porque como ya todos sabemos, mantiene una relación especial con la naturaleza. Desde lo alto, observaban las casas como hormigas y las carreteras como hileras. Héctor estaba fregado de un dolor de espalda por estar abonando su cafetal y se tomó una pastilla para aliviarse, pero le dio sueño y se durmió el resto del vuelo. Al llegar al destino, de camino a su hotel, encontraron en la calle sillones, mesas y televisores en buen estado. –¡Mujer, acharita no poder llevarnos algo de esto para nuestra casita! ¡Todo está bueno! Marta dijo: –¡Cómo cree que se vería esto en el corredorcito, a la par del escaño, abajito del helecho! ¡Qué corronguera! En el hotel los recibieron muy bien y les ofrecieron platos deliciosos, pero ellos extrañaban mucho las tortillas palmeadas con queso, el gallo pinto y el café.

Conocieron lugares muy bonitos, grandes edificios y la Estatua de la Libertad, a la que Héctor comparó con la de Juan Santamaria. Fueron tres días llenos de grandes experiencias, pero ya sus estómagos rugían por la comida de su país. Al regresar, muy agradecidos con la oportunidad, lo primero que hizo Héctor fue correr hacia sus animalitos, abrazarlos con fuerza y entrar silbando al cafetal para que empezara a sonar eso tan bonito que tanta falta le hizo en el norte. Entraron a su casita, con mucha hambre y se llevaron una gran sorpresa: la vaca se encargó de preparar el queso, la gallina preparó el huevo frito, el conejito hizo un rico gallo pinto con culantro coyote, cebolla y chile dulce; el perrito hizo unas deliciosas tortillas palmeadas y las matitas de café se esforzaron por servir el mejor café que él había probado. Con la boca abierta de ver tal recibimiento, se sentaron a la mesa a disfrutar el gran manjar y después de comerse hasta el último grano de arroz, Héctor se recostó en la banquita del corredor, con sus manos como cabecera, y exclamó: ¡No hay nada como tiquicia!



Autor(a)
Mackensy Quesada Hernández

Escuela
Mollejones

Docente
Digna Mora Sánchez

Director(a)
Jeannette Chaves Fonseca

Dirección Regional
Pérez Zeledón