Mi Cuento Fantástico 2024
Este octavo mundo, así solía relacionar a las escuelas a las que iba conociendo, le generaba cierto nerviosismo. Le preocupaba que su nueva experiencia fuera igual a las anteriores que tuvo, en los siete mundos que ya había visitado. Y no era para menos. Solo al ingresar sentía como se clavaban sobre él las miradas curiosas de los habitantes de ese nuevo planeta. Quizá era su nave la que llamaba la atención. Las miradas de los menores eran de asombro. Diego percibía que lo miraban como monstruo, pero a la vista de algunos era como un habitante que generaba curiosidad. En algunos quizás envidia por ser transportado en un carruaje, distinto pero parecido a otro habitante de ese nuevo planeta.
Nada más entrar al nuevo hábitat de aquel nuevo mundo Diego se asombró. En el salón le recibía su docente, un navegante alto y de cabello ondulado, que le presentó al resto de la tripulación. Y en medio de todos ellos, logró divisar una nave similar a la de él. Diego comprendía por qué las miradas de los demás parecían comparar su silla de ruedas. Y es que Marta, una niña morena, de pelo acolochado, usaba lentes, pero, además, mostraba al lado de su silla dos objetos, eran su forma de moverse, unas muletas. Esas muletas le ayudaban a moverse debido a una discapacidad. Fue Marta quien le recibió con una sonrisa que, con solo verla, lo dijo todo.
Diego comprendía que no estaba solo en ese nuevo mundo. Pensó, al inicio, que sería aburrido estar en ese mundo. Pero se equivocaba. Su capitán, el docente, y la tripulación, pero sobre todo Marta, le fueron iluminando su rostro día con día. Y es que cada vez que Diego aterrizaba en el octavo planeta, experimentaba una nueva aventura. Cada vez que iniciaba el recreo, se enfrentaba a ese octavo mundo rodeado de muchas personas; a su lado, Marta, y brincando y cantando a su alrededor, sus colegas tripulantes.
Diego comprendía que los días no eran aburridos, cada vez eran risas, juegos y viajes épicos a mundos distantes, cuando leían un libro junto al capitán. Los juegos en que Marta participaba usando sus muletas eran fascinantes, deseaba algún día jugar así. Marta parecía descubrir ese deseo en los ojos de Diego. Sin pensarlo, una vez, ofreció a Diego vivir un viaje hipersónico. Invitó a sus compañeras y compañeros al parque de la escuela. Ahí, creó una aventura de esas que solo un infante puede inventar. Y cuando Diego menos lo imaginó, empezó a volar.
Sentía en su cara el choque del viento. Sus cabellos jugaban con el aire. Se aferraba a la silla de ruedas que ahora sí parecía una nave. Oía los gritos de sus compañeros y sus compañeras. Le motivaban. Diego también sentía en su pecho un tambor que se aceleraba, quizá por el miedo o por la alegría, pero no le molestaba. Ninguno de sus siete mundos anteriores le habían causado ese sentimiento. El timbre de la escuela sonó. Indicaba el fin del recreo. Pero ni ese sonido, ni el regreso al salón terminaron con aquella inmensa alegría que Diego vivía.
Cada regreso a la nave nodriza, su casa, ya no era en solitario ni en silencio. Al salir del octavo planeta su nombre resonaba. Despedidas, abrazos, choques de puño a manera de saludo. Marta, a su lado, se despedía para subirse a la nave que la llevaría a su casa. Y Diego no se entristecía, como antes, en los otros mundos, sino que esperaba con ansias un nuevo amanecer para volver a su planeta. Era tanta la alegría de Diego, que un día pidió a su familia organizar su cumpleaños en su nave nodriza, invitando a sus compañeras y compañeros. Hasta el capitán, el docente, estuvo en la lista de invitados. La familia aceptó aquella solicitud, cómo no aceptar, aquel nuevo mundo dibujaba en Diego lo que los otros siete planetas borraron... su sonrisa.